Vale la pena contar la manera en que decidí publicar en formato audio "Los niños de mi cuadra arrojaban piedras a los ángeles y los cerros de Bogotá alumbraban color rosa", la novela de Jacobo Santiago. Como lo hago con regularidad, fui a mi librería preferida de Bogotá a revisar, libro por libro, la mesa de novedades editoriales nacionales. El método es implacable: leo la primera página y trato de dejarme llevar por la voz que narra, es decir, por el estilo. La mayoría de las veces la página resulta pretenciosa o torpe o incomprensible -o una combinación desangelada de todas las anteriores- y el texto hace todo lo posible por expulsar al lector o a la lectora de sus márgenes. Un buen día, sin embargo, después de varios intentos, encontré un libro de portada rosa encendida, con un diseño que mostraba evidente desprecio por el mercado: la primera página me llevó inmediatamente a la segunda, y la segunda a la tercera y, sin darme cuenta, con una urgencia que a mis años rara vez dice presente, había pagado el ejemplar y lo devoraba dentro del carro, sin poder esperar siquiera llegar a la casa. La novela tiraba, intercaladamente y con el mismo entusiasmo con que yo la leía, de dos historias que prometían juntarse en algún momento: en la primera, un sombrío agente del F2 se enfrentaba a un nuevo caso; en la otra, un adolescente encontraba en la literatura un horizonte vital, nuevos amigos y emociones relumbrantes; las acciones retrataban además lugares de Bogotá como el barrio Castilla o el centro de una manera franca, socarrona y persuasiva. La prosa de este libro es clara, firme y elocuente; proviene de un estilo muy hecho. Se trata de una voz que yo quería que me siguiera hablando de lo que se le antojara: exactamente lo que me gusta leer. En resumen, me propuse llevar cuanto antes al estudio a este autor y a este libro, porque ambos exudan talento. Estamos muy felices con el resultado.
David Roa